Discurso pronunciado en la entrega del Premio José Emilio Pacheco a la Excelencia Literaria. Mérida, México.
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Me duele hasta el alma que nuestra patria chica, nuestra patria suave, parece desmoronarse y volver a ser la patria mitotera, la patria revoltosa y salvaje de los libros de historia.
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A los casi ochenta años de edad me da pena aprender los nombres de los pueblos mexicanos que nunca aprendí en la escuela y que hoy me sé sólo cuando en ellos ocurre una tremenda injusticia; sólo cuando en ellos corre la sangre: Chenalhó, Ayotzinapa, Tlatlaya, Petaquillas…¡Qué pena, sí, qué vergüenza que sólo aprendamos su nombre cuando pasan a nuestra historia como pueblos bañados por la tragedia!
¡Qué pena también, que aprendamos cuando estamos viejos que los rarámuris o los triques mazatecas son los nombres de pueblos mexicanos que nunca nos habían contado, y que sólo conocimos por la vez primera cuando fueron víctimas de un abuso o de un despojo por parte de compañías extranjeras o por parte de nuestras propias autoridades!